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viernes, 7 de septiembre de 2012

Solo los indios han derrotado al ejército de Estados Unidos




Un lector de “La Rubiera” me ha documentado y pedido que narre como los indios hicieron la proeza de derrotar y masacrar al ejército de los Estados Unidos de América. Y, en verdad, si leemos la historia encontramos que en las guerras en que se han metido, nunca los han derrotado y menos masacrado y ni pensar que ello haya podido ocurrir en su propio territorio: fueron sus tropas decisivas para ganar la primera y la segunda guerras mundiales. El poderío y el genio militar de las tropas de Hitler no los vencieron; pero si, en las llamadas “Guerras Indias”, su poderoso ejército, en territorio estadinidense, comandado por un autentico héroe nacional que, a por su valor y meritos, a los veintitrés años de edad fue general de los Estados Unidos de América, fue derrotado y masacrado por las tribus indias del occidente de la Unión Americana.
“El destino histórico”, que llevó a las trece colonias inglesas y francesas a convertirse en el imperio más poderoso de la edad contemporánea, las llevó a expandirse: Primero compraron a Napoleón, la Luisiana, después la Florida a España y luego Alaska a Rusia, pero también anexaron a Texas, California y Nuevo México, mas de la mitad del territorio mexicano y los territorios indios necesarios para formar un todo de la costa del Atlántico a la del Pacifico, entre los cuales cabe mencionar a Montana, Yellowstone y Dakota. Los indios de América del Norte de entonces, como los de América del Sur, eran muy pocos y vivían como viven nuestros Cuibas, Guajibos, Guayaberos, Cuberos, Tucanos etc. Mas o menos nómadas, de modo que los colonos llegados de allende la mar océano, fácilmente se apoderaron de sus tierras y los redujeron a lo poco que quiso dejarles el Gobierno de la Unión; pero, así y todo, se volvieron un obstáculo para la construcción del ferrocarril que uniría las dos costas: la del Atlántico con la del Pacifico, y para explotar unas minas de oro que descubrieron “ los blancos” en sus cerros sagrados en Dakota del Sur, en mil ochocientos setenta y cuatro que, naturalmente quisieron explotar, pese a lo cual los indios se opusieron alegando ser de ellos el territorio y el derecho a la vida nómada. El gobierno de la Unión dio un ultimátum a las tribus indígenas para que desocuparan estas tierras a más tardar el treinta y uno de enero de mil ochocientos setenta y seis. Los indígenas no hicieron caso y el general Philip Sheridan, conocido por sus campañas contra los indios y sus brutales métodos, envió una expedición a combatirlos comandada por el general George Cook, que debía destruir las fuerzas indígenas del guerrero indio “Caballo Loco”, en el valle de Yellowstone, pero fracaso en su intento. En mayo de mil ochocientos setenta y seis, el gobierno envió un nuevo ejército decidido a dar caza a los indígenas, compuesto por tres columnas: una al mando del general Cook, otra al mando del coronel Gibbon y otra del general Terry: de esta ultima hacía parte el 7º Regimiento de Caballería, comandado por el Teniente Coronel George Armstrong Cuter, un verdadero héroe y genio militar que , a los veintitrés años de edad fue ascendido a General de los Estados Unidos de América, pero luego degradado a Capitán, porque la Constitución Nacional no permitía tan vertiginoso ascenso. Custer, de larga, abundante y cuidada cabellera rubia, a quien los indios llamaban “Pahuska”, “el de los cabellos largos“, y era muy conocido de ellos por jactarse de ser un matador de indios, que pensaba como su jefe el General Sheridan: “el único indio bueno es el indio muerto”, aspirante con grandes posibilidades a la Presidencia de los Estados Unidos, al frente del 7º Regimiento de Caballería, de doce compañías, con un fusil y un revolver último modelo cada uno de sus soldados, se enfrentó a los indios comandados por “Caballo Loco”, el jefe de los Sioux, y al mando de un ejército de siete tribus, y a los liderados por “Toro Sentado”, el comandante de los Humepapa, la más belicosa tribu de los Dakota. La  batalla se libro junto al rio Little Bighorn, el veinticinco y veintiséis de junio de mil ochocientos setenta y seis; ambos bandos decididos al exterminio total del adversario, hasta el extremo que el altivo Custer, orgulloso de su abundante y larga cabellera rubia hubo de cortársela a sí mismo en plena batalla, para no ser reconocido por los indios quienes, al fin lo reconocieron y rodearon, cada uno buscando el honor de matarlo. El resto de las tropas no pudieron intervenir en la batalla. Del ejército de los Estados Unidos solo quedo un sobreviviente: el caballo Comanche. El cadáver de Custer fue recuperado y enterrado, como un héroe americano en West Point; pero los indios no olvidaron su gran triunfo y el primero de julio de dos mil tres, lograron que los Estados Unidos erigieran el primer monumento oficial norteamericano a una victoria india, alzando uno  en su honor en el escenario de la mayor victoria india frente a las tropas estadinidenses. Desde entonces se ha llamado “Monumento Nacional del Campo de Batalla de Little Bighorn.”
Esos mismos indios Sioux son los que, en solidaridad con sus hermanos los Cuibas, cuando quienes les dieron muerte fueron absueltos, desfilaron por las calles de su comarca con pancartas en que decían: “Los indios no  son animales.”

sábado, 11 de agosto de 2012

Capítulo 57. El discurso final


A lo largo de esta defensa he procurado facilitar el acceso a los problemas de la sociedad llanera; de manera especial al del enfrentamiento de diversas culturas a lo largo de la historia: la de los indígenas, la de los conquistadores, la de los independientes, la de los comerciantes en diversos periodos, la de los desperados etc. Por eso esta disertación se inserta en el campo de la historia, se desarrolla conforme a su trayectoria; y confronta el pasado con el presente para que se iluminen recíprocamente; por eso solo he dicho lo que es perfectamente cognoscible con plena conciencia para concluir que el actual presente es el resultado del pasado que hemos tenido; así la interpretación del uno por el otro nos dan el acceso al problema que pretendemos juzgar. Al constatar los rasgos del proceso histórico, nos explicamos el presente y vemos la vinculación entre el proceso mismo del destino y el querer humano que brota de ese destino, para llevar a cabo su cumplimiento.
Hoy en día no nos preguntamos solamente por lo que ha ocurrido y cómo ha ocurrido; sino también en el momento histórico de la ocurrencia: dónde nos hallamos en la corriente de la historia. Para esclarecer sus fuerzas impulsoras, contemplar su curso, ver la formación de sus estructuras y el proceso de su dinamismo; sólo así podemos comprender en algo nuestro destino. “El pasado es el espejo del presente y el presente el fruto del pasado”. Dijo insigne filósofo.
Hemos visto la vida en el llano en sus dos aspectos: el paradisíaco, con sus paisajes cargados de verde, azul y rojo, y bandadas de garzas, corocoras y otras aves con pinceladas que parecen obras de Dalí: sus pastisales, desérticos unos, con grandes hatos otros, y sus inmensos ríos; su flora abundante, su fauna rica, las dos proveedoras incansables de alimentos al alcance de la mano; frutas que tienen, en las iniciales de sus nombres, todas las letras del alfabeto, desde la A de los aguacates, hasta la Z de los zapotes; animales de todos los géneros: vertebrados e invertebrados, aves incontables, al igual que los peces, manada de venados, chigüiros y, principalmente bovinos.
Hemos recordado su sol reverberante, sus vientos huracanados, sus truenos y relámpagos que, en la soledad ambiental, nos ponen de presente que solo somos briznas de paja en las manos de Dios.
Hemos degustado su cocina sencilla y deliciosa, que plasmamos en el diálogo de un joven llanero que acababa de regresar de París, donde estuvo largos años cursando sus estudios secundarios y de universidad, con su padre, también llanero y, además, turista empedernido: ¿Dime, papá, en que otro lugar del mundo, inclusive los restaurantes más famosos, fuera del llano te ofrecen un menú para el desayuno con platos como ternera a la llanera o en su reemplazo, aves que van desde gallina criolla del corral, pisco (pavo) o codornices, hasta patos de remotos países que atraviesan el cielo llanero en su peregrinaje de extremo a extremo del continente, o peces de los nombres más diversos?
Hemos disfrutado sus “camas en el aire”, como llamó Cristóbal Colón a la hamaca, al llegar a América, que a la vez nos han permitido gozar de la hospitalidad llanera, que siempre tiene donde guindarlas, porque el visitante nunca falta y, cuando es extraño, más de una vez, se hace llanero por adopción y también de sus instrumentos musicales: el arpa, el instrumento de los ángeles, el cuatro, la maraca de capachos y su música, diferente a la de las demás regiones del país y en todas apreciadas: “Alma Llanera”, “Hay sí sí yo no soy de por aquí”, “Guayabo negro”, “Carmentea”….
Hemos visto también el lado opuesto: “el infierno verde”, el mundo de los insectos pequeñísimos, pequeños, grandes y gigantes, que se calculan en millones; el de los reptiles que los hay de pocos centímetros, como los que se conocen en el interior, hasta de treinta, cuarenta o cincuenta metros, que vencen y engullen, en singular combate, fácilmente una res; el de las arañas y tarántulas, el de las babillas, caimanes y cocodrilos, el de los temblones, pallaras y pirañas y, sobretodo el del ser humano, el del delincuente que sabiéndose “malo” y con remordimientos de conciencia, busca en la soledad la tranquilidad pérdida y se hace peor; el horror de los nativos y de las gentes “buenas” que sólo o asociado con quienes buscan la riqueza rápida a como haya lugar, truecan el paraíso en infierno.
Y lo más importante: Hemos estudiado al ser humano, sus bellas y altivas mujeres, las diosas de la llanura, de alma recia, sin abolengos, pero que se saben “hermanas de la espuma, de las garzas, de las rosas, y del sol”, “fruto engendrado por la violencia del blanco aventurero con la sombría sensualidad de la India”, al decir magistral de Rómulo Gallegos, quienes, reinas, y amas de casa, cuando les toca faena “dominan un toro bravío, montan una bestia cualquiera, sujetan una soga firme, teniendo manos de seda”, como dice Melecio Montaña Medina, para quienes solo existe su llano sin par; mujeres únicas con algo o mucho de Doña Bárbara, Marisela, Carmentea o Rosa Isabel.
Y sus hombres; como estos que están sentados en el banquillo de los acusados: personas sencillas, ignorantes de letras humanas, porque los gobiernos todos de Colombia y Venezuela, Ecuador, Perú y Brasil, los han tenido abandonados, pero que en permanente armonía con Dios, única opción del llano, nunca mienten: siempre hay conformidad entre lo que piensan, creen, saben y hacen con la realidad. Y nada temen. ¿Quereislo ver?
No olvidéis que los llaneros, estos hombres que sólo se sienten en su tierra cuando no se divisa la gran cordillera de los Andes y que viven semidesnudos, no temieron ascender así a ella, por el páramo de Pisba, morir gran número en ese ascenso ateridos de frío para, unos pocos, al mando del Coronel Rondón, que sólo era un guerrillero llanero con lanza improvisada atender con éste la súplica de Bolívar: “Coronel, salve usted la Patria” y venciendo al Virrey Sámano, Capitán General de ejército español, dar la libertad a Colombia “de Boyacá en los campos”, como dice el Himno Nacional que también los llama “Centauros Indomables”.
Tenemos la misión de juzgar a los biznietos de nuestros libertadores, que son como eran ellos, ni más ni menos.
Todo esto nos permite concluir que  “la llanura es bella y terrible a la vez: en ella caben holgadamente, hermosa vida y muerte atroz. Esta acecha por todas partes; pero allí nadie le teme, El llano asusta, pero el miedo del llano no enfría el corazón: es caliente como el gran viento de su soleada inmensidad, como la fiebre de sus esteros”.
            Estudiamos la historia y la literatura del llano desde la conquista hispano–germana llena de crueldades, como toda guerra de conquistas y quizás más, porque los conquistadores venían de Europa, continente entonces anegado en terrenos de sangre y, particularmente de España, en donde entonces se imponía la “Santa Inquisición” de tan horribles recuerdos para la humanidad por sus torturas y suplicios, crueldad de que dieron muestra los conquistadores no solo con los conquistados, como en los casos de Moctezuma y Atahualpa, sino con ellos mismos, en los casos de Cristóbal Colón, el Descubridor de América, Balboa el del Mar del sur u Océano Pacífico, Francisco Pizarro, el Conquistador del Perú y de su hermano Gonzalo, el de Diego de Almagro y su hijo, el de Blasco Núñez Vela,  primer Virrey del Perú y el de Pedro de Ursúa, con la participación decisiva de Lope de Aguirre de quien quizás desciende alguno de los procesados.
Obviamente fueron los indios las mayores víctimas.
En la colonia, salvo enfrentamientos con los Caribes y los Pijaos y particularmente con La Gaitana, se impuso la esclavitud del indio autóctono y de los negros, comprados como tales a los mercaderes portugueses.
En la independencia hubo crueldad de parte y parte: Bolívar decretó la guerra a muerte y entonces los patriotas jugaron fútbol con las cabezas de los españoles caídos en combate, pero Boves y el pacificador Morillo emplearon saña igual. También, desde luego, los indios fueron carne de cañón en esta, que no era guerra por su independencia ni la de los negros sino de los españoles nacidos en América contra los españoles nacidos en España, primordialmente por la burocracia.
Y llegó la república, donde se ha demostrado que los híbridos: los mestizos, los mulatos y los zambos, son más crueles que sus progenitores. Jorge Icaza, en su inmortal “Huasipungo” nos cuenta como don Alfonso Pereira, el gran señor, el caballero de alta sociedad, el latifundista legado de la conquista y de la colonia española, con parte del dinero que anticiparon unos gringos, en un negocio de compraventa de maderas, pudo comprar unos bosques y con los bosques centenares de indios de esas tierras porque “toda propiedad rural se compra o vende con sus peones”, indios que “se aferran con amor ciego y morboso a ese pedazo de tierra que se les presta por el trabajo que dan a la hacienda” y que “en medio de su ignorancia creen de su propiedad…” “marcado el pecho con el hierro rojo, como a las reses de la hacienda para que no se pierdan” construyó una carretera por tierras selváticas y pantanosas de veinte kilómetros de largo, que no había podido construir el Gobierno por lo abrupto del terreno y el costo de la mano de obra, pero él sí pudo hacerlo y rápido: le bastaron “sus indios”, unos capataces que conocían el arte “de domar a látigo, a garrote y a bala la sinvergüencería de los indios” y barriles de chicha, guarapo y aguardiente que servían a la vez de comida y aliciente.
Así derrumbó selvas y desecó pantanos: a punta de cadáveres de indios que, en el mejor de los casos, quedaban atrapados por los fangales; porque cuando perdían algún miembro, a más del “acial que es tata y mama para las enfermedades de los indios” su tratamiento médico consistía en cubrir sus heridas con telas de araña, estiércol, trapos y bebidas a base de orina y yerbas amargas. Esas muertes poco importaban porque los indios salieron comprados a muy bajo precio.
Se me dirá que eso ocurrió no en Colombia sino en Ecuador y hace tiempo, cierto, pero doy testimonio que poco antes de este caso de La Rubiera, un colono colombiano de la Orinoquía, emprendedor y verraco, construyó una carretera de veinte kilómetros de larga, que no había podido construir el gobierno. El construyó un aeropuerto para aviones de carga, que tampoco había podido construir el gobierno por la topografía del terreno y la carencia de vías: a lomo de indio, tumbó árboles centenarios, sacó raíces, desecó pantanos y niveló y afianzó el terreno. Le fue necesario sacar tablas de árboles, con ellas hacer gigantescos moldes, transportar, también a lomo de indio, por kilómetros y kilómetros de selva bultos de cemento y con este y cuanta cosa pesada pudo incorporarle, hacer grandes “aplanadoras” con un árbol por eje y muchos, pero muchos indios como motor. El alimento de la indiada y su aliciente, fue el mismo: guarapo, chicha y aguardiente, látigo, garrote, machete y bala. Pero el aeropuerto  se hizo y yo aterricé y decolé alguna vez de él, ya mejorado por el gobierno, pero construido por el colono con el sudor, la sangre y la muerte de muchos indios.
En la conquista se dominó al indio a sangre y fuego y se le arrebató el oro, que tenía valor económico para el europeo, pero solo decorativo para el indio; en la colonia, ya el indio no tenía oro que quitarle, entonces se le quitó la libertad, se hizo de él un esclavo, pero como resultó un esclavo débil, hubo que acompañarlo con esclavos negros, comprados en el África. Vino la independencia, que resultó ser no de los indios ni de los negros, sino de los blancos, hijos de los conquistadores, los criollos, que se independizaron de los blancos que venían de España, que se creían superiores solo por haber nacido en España, pero los indios y los negros siguieron siendo los esclavos de los blancos; así hemos visto al indio, esclavo del blanco, en Huasipungo, y hemos agregado que años después de ese relato, la situación del indio en Colombia es similar.
Veámoslo en otros campos: con el transcurso del tiempo, la industria y el comercio han requerido los frutos de América tropical: primero fue la quina y encontramos, en un informe del general Rafael Reyes, luego Presidente de Colombia, fechado en 1875, estas palabras: “En el año 1874, exploré  el Putumayo en compañía de mis hermanos Enrique y Néstor….abolimos el tráfico de esclavos que se efectuaba con los indios…”
Poco después los requerimientos fueron de caucho y hallamos un informe para la Cámara de los Comunes de Inglaterra en que el testigo Sir Roger Casement citó las palabras de un doctor Posada, jurista peruano, en que aseguraba que “los asesinatos en el Putumayo no constituían un crimen. Es esa la máxima que rige en aquella despreciada región.”
De una declaración de Benjamín Saldana Rocaem en el mismo informe, tomo: “los acuso de haber cometido crímenes de asesinato, incendio, estafa y robo agravados por la práctica de las más crueles torturas y martirios cometidos con agua, fuego y azote… apartó veinticinco indios so pretexto de que eran demasiado perezosos en el trabajo…” y dieron la orden de que cada uno fuera torturado y muerto.
Desde el descubrimiento de América, hace quinientos años hasta hoy, se ha sostenido, al menos en buena parte de la sociedad colombiana, que los indios no tienen alma, que son irracionales o bestias. “indio bestia, indio animal” son expresiones corrientes en los buses bogotanos. Absurdo sí, soy el primero en reconocerlo y proclamarlo, pero una realidad que no logró erradicar totalmente, en un pueblo totalmente católico, ni la bula Sublimis Deus del Papa Juan III, promulgada en 1537, un año después de fundada Bogotá.
            La vida en el llano siempre ha sido violenta: fueron violentos los españoles que los conquistaron para arrebatarles el oro y las esmeraldas y para someterlos a la esclavitud, fueron violentos los independentistas, que los utilizaron como “carne de cañón” en su carrera de independencia contra los españoles, que no fue de los indios ni de los negros sino de los criollos contra los españoles nacidos en España, por la burocracia; fueron violentos los comerciantes de la quina, el caucho las plumas exóticas, la sarrapia y las mercancías de desecho, compradas en Bogotá por lo que querían dar por ellas y que, transportadas al llano y la selva, vendían al fiado, a precio superior al del oro, que lo hacían irredimible y las deudas hereditarias, salvo, claro está a las mercancías que compraban de contado: con un balazo en la frente. Y ahora los narcotraficantes de la marihuana y la coca, que en los enfrentamientos de las fuerzas armadas del gobierno con ellos, resultan blanco de los uno y de los otros. Hoy utilizan sus pies, en grandes vasijas, para machacar la coca, mezclada con agua y ácido sulfúrico, para convertirla en pasta de coca. Todas esas gentes, desde la conquista hasta el presente, han sido violentas con cuantas personas han tenido la desdicha de cruzarse en su camino, particularmente con los “irracionales” con “los que no tienen alma”, con los indios.                                                                                
Esto ha generado, mejor, revivido los conceptos de que “la costumbre hace  ley” y que “matar indios no es malo”.  
También ha producido ese tipo humano marcado por la naturaleza y desarrollado a través de especiales circunstancias vitales, llamado por la criminología, concretamente por Hans Von Hetig, desperado, criminal temerario y sin escrúpulos, fruto de la des-civilización humana y consecuencia de la adaptación progresiva a una naturaleza hostil, primitiva, y una sociedad que exige al hombre se acomode a su primitividad, cuidando de su vida y energías, que vive en destierro, en regiones ciertamente ricas en paisajes, sonidos y alimentos variados y al alcance de la mano pero también de peligros graves e inminentes, entre los cuales los mayores son sus pares; y lo peor, regiones de difícil acceso, escasamente pobladas, de nativos y otros hombres que, en ocasiones son colonos y en otras, criminales que huyen de las autoridades o desplazados por la violencia de otros hombres. Todos tienen en común, eso sí, su carencia y su falta de temeridad ante el peligro.
Esos hombres, por lo general analfabetas y con deformidades que les ha dado la vida, habitantes de la “tierra de nadie”, son los desperados y quienes involuntariamente han propagado la ley del más fuerte, que es la de la supervivencia del mas apto.
La falta de presencia del Estado, que ni aún ahora, en los tiempos de la radio, la televisión  e internet, se siente, porque no llegan éstos o, apenas en algunos lugares algo la radio mientras haya baterías y sobre todo, porque los gobernantes, los alcaldes, los jueces, los personeros, los maestros y los letrados en general están a cientos de kilómetros de distancia, tanto en Colombia como en Venezuela, y siempre ha sido así, desde quinientos años ha, cuando se produjo la conquista de América, solo puede imponerse la ley del más fuerte, la ley del más apto para sobrevivir en ese medio que, por lo general, es el desperado: el criminal que huye de la sociedad civilizada y de su propia conciencia, el atormentado por que la vida lo ha hecho deforme, el temerario que vive en permanente estado de defensa y de revancha.
Por eso han surgido seres como el fundador de Puerto Barrigón, del que habla Silvia Aponte, escritora araucana, de menor edad que este defensor: “…le gustaba más matar indios que acostarse con la mujer… y le entró la idea de secá cueros de Guajibos salaos y al sol como si fueran cueros de ganao; si señó, ese fulano cuanto guajibo quebraba, lo despellejaba y salaba el cuero y cuando estaba seco todo los iba arrumando en una pieza… “
Matar indios, Guajibos, Cuibas, sálivas en esta región del Casiquiare, “esta arteria fluvial que une el Orinoco con el Amazonas, es una costumbre que tiene quinientos años.
¿Dudará alguien que una costumbre cinco veces centenaria no haya hecho ley? En la Orinoquía y en la Amazonía son centenares, por decir algo, los que de buena fe “no saben que matar indios sea malo”, así piensan, lo hemos visto, en Colombia, Venezuela, Ecuador, Perú y Brasil.
Si la costumbre hace ley y la ley es la del más fuerte, y el más fuerte es el desperado. ¿Será raro que el homicidio sea usual y que matar seres irracionales, como se piensa que los indios son, será malo?
Además, lo hemos visto, aún desde un punto de vista tan ortodoxo como la Suma Teológica: en este caso los procesados ni siquiera han pecado, y no lo han hecho porque no han querido el mal. Como dice el ilustre y antiguo teólogo Fray Manuel de Jaén:
“El sentir no es consentir
ni el pensar mal es querer
consentimiento ha de haber
junto con el advertir.
Mal puedo yo consentir
la tentación que no advierto
y aunque soñando o despierto
esté, si no quiero el mal
que no hay pecado mortal
puedo estar seguro y cierto”.

Puedo, por tanto, concluir esta intervención diciendo:
Culpables somos quienes hemos olvidado el precepto: “Amar al prójimo como a nosotros mismos”.
Culpables somos quienes hemos permitido que los gobiernos, todos, hayan olvidado que en la Orinoquía y en la Amazonía, viven seres humanos que tienen los mismos derechos y obligaciones que consagran las constituciones políticas para todos los habitantes de la patria.
Culpables somos quienes hemos aceptado que los obispos, los presbíteros, los pastores, los ministros, los rabinos etc., etc., olviden que en el llano y la selva también hay hijos de Dios. Hijos de Dios que, como se ha visto en este proceso, solo han visto ocasionalmente la imagen de Cristo crucificado en medio de otras dos personas, pero sin saber el porqué, el cuándo, el donde, y el cómo.
Culpables son los gobiernos que han mantenido en la ignorancia a los habitantes de la inmensa llanura y de la selva.
Culpables son los gobiernos que “no se dan cuenta” que sus agentes, permanentes o transitorios, como el Ejército, la Armada, la Fuerza Aérea, la Policía y el Servicio de Inteligencia, matan imprudentemente, por deporte, por diversión o por cortesía con los visitantes a los indios como si fueran “ pérfidos enemigos” o bestias.
Inocentes son quienes nacieron y  se criaron en un vasto territorio, más grande que la Europa entera, en un territorio en donde hace más de quinientos años se cree que “matar indios no es malo”.
Inocentes son quienes nacieron y crecieron en ese vasto territorio sin conocer, por negligencia de los Estados dueños de esos territorios, ni la ley de Dios ni el alfabeto.
Inocentes son quienes nacieron y crecieron en ese vasto territorio viendo que las autoridades son las primeras en matar, sin fórmula de juicio, a los indios.
Inocentes son quienes nacieron y crecieron en ese vasto territorio viendo que terratenientes, hacendados, ganaderos, comerciantes y colonos matan a los indios Cuibas, Guajibos, Sálivas, Tukanos, Barsaras etc., etc., por placer, por deporte, o porque se administran justicia por ellos mismos. 
Inocentes son quienes nacieron y crecieron en ese vasto territorio viendo amaestrar perros para detectar indios para usarlos en las guajibiadas y en las tojibiadas. Y no olviden lo que esto significa: cacería de indios, turismo sexual, sádico y homicida.

Señores jueces:

Ante vosotros elevo el corazón a Dios y le pido, con el salmista: “Oye lo justo, atiende a mi grito suplicante, presta oído a mi plegaria, no proveniente de labios dolosos.”

Muchas gracias. 

viernes, 10 de agosto de 2012

Capítulo 56. Padre: Perdónalos porque no saben lo que hacen


En la teoría general del delito no pueden pasarse sin estudio los problemas de la ignorancia y del error en relación con la culpabilidad.
En cualquier manual de Derecho Penal encontramos la exigencia del conocimiento de la antijuridicidad como elemento intelectual del dolo: el actuar doloso exige en el agente la conciencia de la antijuridicidad de su conducta, si en el querer no se integra la ilicitud, este no puede estimarse doloso: “El querer no es consentir…”
En una posición puramente psicológica, la voluntariedad intencional, como tal, requiere forzosamente el conocimiento de la significación ético-jurídica de la conducta, la conciencia de actuar contrariamente a derecho pues es evidente que no hay intención sin conciencia.
Dentro de una concepción normativa, es incuestionable que el juicio de reproche que caracteriza que la culpabilidad no puede producirse si el agente desconoce que actúa contrariamente al imperativo jurídico; es decir, si se halla ausente de su conciencia la antijuridicidad penal de su comportamiento.
También la conciencia de la antijuridicidad del hecho es elemento integrante del dolo: Hay necesidad de conocimiento de la antijuridicidad para poder afirmar una conducta culpable. Este punto es de la mayor trascendencia en el proceso y en todo el Derecho Penal.
Al lado del principio de la ignorancia de la ley, hay que estudiar el fenómeno del conocimiento de lo injusto, para la presencia de una conducta culpable.
Para la culpabilidad del sujeto se exigen tres condiciones: Que este haya tenido la capacidad de poder obrar conforme al derecho; que haya podido conocer lo injusto de su conducta y que haya podido dirigir su conocimiento conforme a esta representación.
Y ya hemos visto, a través del estudio histórico, geográfico, sociológico que los procesados no tenían capacidad de poder obrar conforme al derecho; y que no podían conocer lo injusto de su conducta ya que desde tiempo inmemorial, posiblemente desde antes del descubrimiento de América, pero en todo caso desde la conquista española, luego en la guerra de independencia y posteriormente a todo lo largo de la historia de Colombia y Venezuela, las matanzas de indios han sido ininterrumpidas, en muchas ocasiones efectuadas por la Policía, el Ejército, la Armada, El Sic o DAS colombianos. De ahí que haya surgido en el idioma el verbo guajibiar (matar indios Guajibos).
Es preciso no confundir los términos de conocimiento de la Ley o del Derecho, del injusto y de la antijuridicidad: es distinto el poseer el conocimiento de la Ley, al de lo contrario al Derecho. El primero es propio tan solo de un reducido número de personas de la colectividad, el segundo lo es de la sociedad.
Y es preciso también distinguir entre la antijuridicidad y lo injusto: la antijuridicidad es una característica de la acción que expresa un desacuerdo entre ésta y el orden jurídico y el injusto que es el sustantivo que como objeto valorado es múltiple.
La falta de conocimiento puede ser debida a ausencia del conocimiento, o sea a ignorancia  y a falta de apreciación de un objeto, o sea a error.
Hemos visto que los procesados procedieron con plena buena fe, determinada por ignorancia invencible, ya que no solo eran total y absolutamente analfabetas cuando cometieron los hechos materia del proceso sino que obraron conforme a su medio ambiente; y  estaban en error en cuanto a la antijuridicidad del hecho, porque el se ha venido repitiendo cuando menos desde quinientos años ha. Me parece oportuno citar las palabras del Maestro Carrara: “El dolo es voluntad de realizar un acto que se conoce contrario a la Ley” Y de Sebastián Soler: “Si en efecto la culpabilidad se funda en una actitud síquica del sujeto frente al orden jurídico, no podrá negarse la relevancia del error, sea cual sea su naturaleza, por causa del cual el individuo viene a actuar sin tener conciencia de la criminalidad del acto, que es, en definitiva , lo que da contenido a la culpabilidad”.
Los procesados, ha quedado demostrado, suponían encontrarse en una situación fáctica que de existir realmente, los autorizaría para llevar a cabo su acción. Los procesados creyeren, con absoluta buena fe, que su actuar estaba permitido debido a que no sabían que su acción estaba prohibida por la ley y además, porque creían, con fundamento en una infinita sucesión de hechos similares, que narraron en sus indagatorias y que confirmaron testigos fidedignos y las noticias de prensa y los relatos de libros históricos: “El Orinoco ilustrado” de Gumilla, los “Viajes a las regiones equinocciales del nuevo Mundo” de Humboldt y de la literatura regional: “La Vorágine” de Rivera y “Doña Bárbara” de Gallegos, y la universal: “El soberbio Orinoco” de Julio Verne, que su acción estaba permitida. Y es sabido que el error, ya se refiera a los elementos descriptivos, ya a los valorativos, excluye la presencia del dolo.
Por eso dijo Von Hippel: “el error antijurídico no culpable es impune”. Y Von Weber: “No existe homicidio ni hurto si el sujeto ignora que mata a una persona o que sustrae una cosa”. Si el sujeto no pudo adquirir conciencia del injusto de sus obrar, el error es invencible e inevitable.
Nos hallamos, por consiguiente ante unos procesados que estaban en un error de derecho en cuanto a una circunstancia exculpativa, ante unos que no tenían conciencia de la antijuridicidad del acto y que, por consiguiente obraron con plena buena fe determinada por ignorancia invencible y por error esencial de hecho y de derecho, no proveniente de negligencia.
Estamos ante unos procesados como aquellos que defendió Jesús, el Cristo en el momento más grande de su existencia, cuando perseguido, ajusticiado condenado y moribundo dijo: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”.
La interpretación esotérica de esas palabras, las únicas verdaderamente sublimes que ha escuchado la humanidad, salva el principio relativo a la ignorancia de la Ley y hace verdadera Justicia: Padre, perdónalos porque están en el error.
   

jueves, 9 de agosto de 2012

Capítulo 55. La ignorancia invencible


Desde cuando el hombre se arrogó las facultades de dictar leyes e imponer castigos a quienes las violaran y de juzgar a sus semejantes, su proliferación ha sido constante: la “Ley de Moisés”, las “Leyes de Manú”, “la de Hammurabi”, etc.
            Y surgieron también los filósofos del derecho para justificar las nuevas leyes y las facultades de los legisladores y de los juzgadores. Se habló entonces del “Pacto Social”, de “Los derechos del hombre”, de la “Carta de los derechos humanos” y de los códigos y hasta de “leyes extravagantes”.
Surgieron luego los maestros: “Los doctores de la Ley” así como también los “escribas y fariseos hipócritas”.
Y un buen día se habló de las escuelas intérpretes de la ley penal: Surgió así la Escuela Clásica, con el Maestro Carrara a la cabeza, que se ha comparado, por la armonía de sus principios y su belleza, con las catedrales góticas de la edad media. Ciertamente son anonadantes los diez tomos del Programa de Derecho Penal.
Pero como ninguna obra humana es perfecta y el hombre permanentemente busca nuevos horizontes, años después surgió otra escuela: la Criminal Positiva del Maestro Ferri y otros cuantos juristas en que la orientación fue otra: no tanto en el aspecto arquitectónico, por así decirlo, de los delitos y de las penas como en el sociológico: por eso llegó a decirse que en ella el Derecho Penal apenas es un capítulo de la Sociología Criminal.
En los tiempos que corren, nuevas orientaciones ha tomado la ciencia penal: Ahora se habla mucho de la Escuela Finalista de los maestros Hans Welzel y Reinhart Maurach y otros cuantos juristas, principalmente alemanes. En ella encontramos revivido el concepto de Desperado, del que ya me ocupé, pero que como vocablo había desaparecido del léxico castellano y también de otros debatidos temas, como son la imprudencia, la victimología etc. De ella haré hincapié para analizar el tema siempre antiguo y siempre nuevo de la ignorancia invencible, columna de esta defensa.
Hoy se define el delito como una acción típica, antijurídica y culpable. Nuestro Código Penal dice: “Para que la conducta sea punible se requiere que sea típica, antijurídica y culpable…” Se dice típica para indicar que la acción u omisión encaja en una descripción legal; se dice antijurídica para indicar que el comportamiento contraviene el mandato legal, lesionando o poniendo en peligro, sin justa causa, un interés jurídicamente tutelado; y se habla de culpabilidad para indicar que al sujeto se le puede hacer un juicio de reproche por su comportamiento material y psicológico, que lesionó el mentado bien jurídico.
Durante mucho tiempo se sancionó al imputado con base en la sola existencia del elemento material. Para sancionar era suficiente que se pudiera predicar una relación de causalidad física entre el autor y el hecho. Fue en los tiempos de la Escuela Clásica. Luego, cuando la Sociología Criminal era la ciencia general, de la que el Derecho Penal era un capítulo, fue necesario adentrarse en los campos de la geografía, de la historia, de la antropología, de la psicología etcétera, como lo hemos hecho a lo largo de esta defensa.
Ahora, con los aportes de Escuela Finalista, no basta estudiar la tipicidad, como se hizo en los tiempos de la Escuela Clásica ni al hombre delincuente y al delito como fenómeno con causas endógenas y exógenas, sino que es necesario estudiar la finalidad del imputado, como base de la estructura del delito. Sucintamente podemos decir que hoy en día hay que tener comprensión de los conceptos de deber y de poder. Aquél se refiere a la antijuridicidad; este a la culpabilidad. El deber define la antijuridicidad; el poder la culpabilidad. Para hablar de culpabilidad, en un caso dado, previamente se tiene que constatar la antijuridicidad y sobre la base de la existencia de ésta, se lanza al sujeto un reproche, porque habiéndose podido sujetar a la norma, no lo hizo; o sea que la culpabilidad se da cuando el realizador del daño, estaba en condición de no haberlo hecho. En el ámbito de la antijuridicidad se le dice: “Debiste haber obrado y no obraste”; o “No debiste obrar y obraste” y en el ámbito de la culpabilidad se le dice: “Pudiste haber obrado y no obraste” o “No obraste y pudiste haber obrado.”
La antijuridicidad y la culpabilidad son las dos características del delito y ambas se deben dirigir a la tipicidad. La antijuridicidad es la valoración del tipo objetivo, la culpabilidad, la valoración del tipo subjetivo. 
Y así el objeto está sujeto a una doble valoración: la de las normas que determinan objetivamente el comportamiento humano; y la de las normas que deciden que la acción puede ser imputada a su autor. La acción de matar un hombre es antijurídica si contradice las normas legales; pero para poder atribuir culpabilidad a su autor, hay que tener en cuenta las circunstancias que tienen su fundamento en las relaciones entre el autor y el hecho.
La acción humana es ejercicio de actividad final; por eso es acontecer final, no causal. El carácter final de la acción se basa en que el hombre puede prever, dentro de ciertos límites, como ha quedado explicado, las consecuencias de su actividad, conforme a su plan. El contenido de la voluntad, es esencial a la acción.
Dicho lo anterior, analicemos el caso de La Rubiera paso a paso: Unos llaneros dispararon sus revólveres y escopetas y murieron unos indios. Lo primero es establecer si hubo relación de causalidad entre la acción humana, disparar las armas, y el hecho resultado: los indios muertos.
            Partamos de la base de que si la hubo: La muerte de los indios se debió a los disparos de los llaneros.
Pero, absolvamos una serie de preguntas que nos surgen: ¿Esa acción esta prevista en la ley?
Aceptamos que si: En tal caso hay tipicidad, o sea adecuación entre la ley y el hecho.
Demos un paso más:
¿Hubo alguna causal de justificación del obrar?
Si la hubo, el actor actuó en forma justa y hay que absolverlo.
Si no existe causal de justificación, avanzamos en el tema de la culpabilidad, y entonces la pregunta es:
¿Qué fue lo que el autor quiso?
Se pregunta por el contenido de la voluntad del sujeto, por aquello que él quiso: Por la determinación del contenido del querer.
Y, en este caso, qué fue lo que los llaneros quisieron.
Matar unos indios, que para ellos es “como matar chigüiros o venados, con la diferencia de que los venados no nos hacen daño y los indios si.”
Para los sindicados los indios son tan animales como los chigüiros o como los venados, para ellos los indios no son seres racionales. “Nosotros, los blancos, somos los racionales; los indios son irracionales”, dijo en esta condena una zamba.
Desde el descubrimiento de América: 1492, hasta 1537, en que el Papa Pablo III expresamente reconoció que los indios son racionales, seres humanos, los conquistadores, salvo excepciones, tuvieron a los indios por animales: y de 1537 a hoy, largo ha sido el camino, larga la batalla, para que la totalidad de las gentes reconozcamos esa verdad. Aún hoy en día, en los buses de servicio público de la culta Bogotá, la capital de Colombia, de continuo oímos estas exclamaciones: “Aprenda a manejar, indio bruto, indio animal.” “¿Cómo ponen animales como este indio a manejar?”
Es, entonces, claro que los sindicados no tenían la intención de matar seres humanos, “tan sólo unos indios” luego, del juicio de reproche, resulta que los procesados no quisieron matar seres humanos.
¿Y cómo podemos estar seguros de que ello fue así?
Quinientos años de historia americana, con testimonios de Bartolomé de las Casas, Antonio de Montesinos, Bernal Díaz del Castillo, Alejandro Von Humboldt, Walter Feleight, Julio Verne, José Eustacio Rivera, Rómulo Gallegos y los diarios y revistas que hoy se editan, entre muchos, así lo prueban.
Las guajibiadas y las tojibiadas y las prácticas de los hacendados, los colones, los comerciantes, el Ejército, la Armada, la Fuerza Aérea, el Servicio de Inteligencia y aún los turistas son también testimonios vivientes de cómo a los indios se les trata como animales, no como humanos.
Y en esas condiciones cabe preguntar: ¿A estos vaqueros ignorantes, “casi tan salvajes como los indios” que toda la vida han visto matar impunemente a los indios, por el sólo hecho de serlo, se les puede, con justicia, exigir que tengan a los indios como seres humanos, como sus semejantes?
Ciertamente dicen la verdad cuando afirman: “No sabíamos que matar indios fuera malo”.
Y no lo sabían por física ignorancia: Los Gobiernos todos, de las repúblicas que tienen soberanía sobre los territorios de la Amazonía y la Orinoquía, no se han preocupado por instruir a quienes allá habitan ni por lo que allá sucede. ¿Queréis una prueba histórica irrefutable? Cuando Latinoamérica se independizó de España y Portugal se adoptó para terminar sus límites el principio del Uti possidetis juris y conforme a él los límites del sur de Colombia iban mucho más al sur del río Amazonas y al oriente más allá de la desembocadura del río Caquetá. ¿Hoy qué tenemos? Un pequeño trapecio en el costado norte del Amazonas, al que sólo se puede ir, por territorio colombiano en avión, porque hemos sido manilargos, maniflojos con nuestros territorios en favor de nuestros vecinos. ¿Y por qué? Porque no nos han interesado esos enormes territorios.
            Por eso tenemos que afirmar que los procesados obraron como obraron por ignorancia.
Y si a eso agregamos que en esas regiones son prácticamente desconocidos los obispos, los presbíteros, los pastores, los ministros los rabinos, aún los simples predicadores; que los maestros de las pocas escuelas son los peor remunerados del país y que el gobierno nacional sólo dedica, por año y por curso una caja y media de tiza, no podemos menos que concluir que la ignorancia de estas gentes es absolutamente invencible.
Y de la ignorancia invencible, ¿Qué podemos decir?
Pío IX, el último Papa que fue Rey, que administró a Roma con mano de hierro, que impuso la pena de muerte a los rebeldes y promulgó el Sylabo, hoy en vía de canonización, dijo: “Por la fe debemos sostener que por fuera de la Iglesia Apostólica Romana nadie puede salvarse, que esta es la única arca de salvación; que quien en ella no hubiese entrado, perecerá en el diluvio. Sin embargo, también hay que tener por cierto que a quienes sufren ignorancia de la verdadera religión, si aquella es invencible, no son ante los ojos del Señor reos por ello de culpa alguna.” (Alocución singulari quendam, del 9 de diciembre de 1854)
Y Juan XXIII, también en vía de canonización:
 “Reconocemos ahora que muchos, muchos siglos de ceguera han tapado nuestros ojos de manera que ya no vemos la hermosura de tu pueblo elegido, ni reconocemos en su rostro los rasgos de nuestro hermano mayor. Reconocemos que llevamos sobre nuestra frente la marca de Caín, durante siglos Abel ha estado abatido en sangre y lágrimas porque nosotros habíamos olvidado tu amor. Perdónanos la maldición que injustamente pronunciamos contra el nombre de los judíos. Perdónanos en su carne, te crucificamos por segunda vez. Pero no sabíamos lo que hacíamos.” (Oración de arrepentimiento redactada el 3 de junio de 1963).
Luego por dos mil años, partiendo del momento de la redención en la cruz, con Jesús, el Cristo, como  primero, la Iglesia Católica ha pedido el perdón basada en la ignorancia invencible: “Perdónalos porque no saben lo que hacen.”
Y estos vaqueros que estamos juzgando “no sabían que matar indios fuera malo”, como lo acreditan, cuando menos, quinientos años de historia.

miércoles, 8 de agosto de 2012

Capítulo 54. La costumbre


Todos los pueblos han tenido un Derecho positivo que corresponde a la voluntad preponderante en ellos. Los modos de manifestación de esa voluntad son las fuentes del Derecho que hoy, prácticamente, se reducen a dos: la costumbre y la ley.
La costumbre es el acto originario de manifestación de la voluntad social. En las formas más rudas, toscas y primitivas de convivencia humana, encontramos ciertas reglas, observadas de hecho, casi por instinto. Estas reglas se revelan por la repetición larga, continuada, constante, de ciertos actos, que pueda ser interpretada como la expresión de un convencimiento o presunción constante. En la época primitiva en que el individuo está dominado por el ambiente histórico, no se concibe la posibilidad de separarse de las prácticas tradicionales de los mayores: lo que siempre se ha hecho se identifica en su mente con la idea de lo que es, de lo que debe hacerse.
Por eso el derecho positivo fue originalmente consuetudinario. La costumbre tiene sus raíces en las conciencias individuales que originan prácticas que por su repetición larga y constante, no se concibe la posibilidad de separase de las prácticas de sus antecesores: lo que siempre se ha hecho, se identifica con lo que es, con lo que debe hacerse.
            La otra fuente del derecho positivo es la Ley, que tiene muchas definiciones y calificaciones pero que, para esta exposición podemos entender como el mandato emanado.
Nuestra Ley positiva, el artículo 8 del Código Civil, establece que: “La costumbre en ningún caso tiene fuerza contra la ley. No podrá alegarse el desuso para su inobservancia, ni práctica, por inveterada y general que sea.” Pero la costumbre establece lo contrario: es la costumbre la que prevalece sobre la ley. Veámoslo:
La Constitución Política de la República, en su artículo 29, es perentoria: “Nadie podrá ser juzgado sino conforme a leyes preexistentes al acto que se le imputa, ante juez o tribunal competente y con observancia de la plenitud de las formas propias de cada juicio.” Todos los códigos de procedimientos establecen términos procesales y el artículo 4 de la estatutaria de la administración de Justicia es diáfana: “Celeridad. La administración de Justicia debe ser pronta y cumplida. Los términos procesales serán perentorios y de estricto cumplimiento por parte de los funcionarios. Su violación constituye causal de mala conducta, sin perjuicio de las sanciones penales a que haya lugar.” Y yo pregunto: ¿Habrá un fiscal, un juez o un magistrado que en la república de Colombia cumpla los términos procedimentales? Por eso juicios que, conforme a los códigos de procedimientos se deben terminar en dos o tres años duran quince o veinte años.
Establecido lo anterior, con la ayuda de la historia examinemos la costumbre con relación a los indios: Don Cristóbal Colón, el “Descubridor” de América, tan pronto vio a los indios, pensó en venderlos como esclavos. Así lo propuso, en carta de febrero de 1494, a don Fernando y a doña Isabel, los Reyes Católicos, quienes rechazaron la propuesta no obstante lo cual, en febrero de 1495 envió 550 a Sevilla para ser vendidos como esclavos y el comercio prosperó en tal forma, que en 1500 la reina Isabel tuvo que ordenar la confiscación de los que llegaran a España y su devolución al Nuevo Mundo.
En 1511, Fray Antonio de Montesinos pronunció un célebre sermón que, entre otras cosas dijo: “Soy la voz de Cristo en el desierto de esta isla. Esta voz dice que todos estáis en pecado mortal, y en el vivís y morís por la crueldad y tiranía que usáis con estas inocentes gentes, decidme ¿Con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre a estos indios?... ¿Estos no son hombres? ¿No tienen almas racionales? ¿No sois obligados a amarlos como a vosotros mismos? ¿Esto no entendéis? ¿Esto no sentís…? Tened por cierto que en el estado en que estáis no os podéis salvar…”
Veamos también como el eminentísimo Teólogo, el eminentísimo Filósofo, el eminentísimo Jurista, Fray Francisco de Vittoria, el creador del Derecho Internacional Público, llamó a los indios en la Relación Primera, proposición quinta: “imbéciles y necios.” En la primera, además, habla de la “ignorancia invencible”, ahora tesis de esta defensa, y como en la Séptima dice que a los indios se les puede tratar como a “pérfidos enemigos” y, por consiguiente, cargar sobre ellos el peso de la guerra, por lo cual autoriza despojarlos de sus bienes y reducirlos a cautiverio.
El insigne conocedor del Orinoco, el Padre José Gumilla, consignó en su memorable libro, “El Orinoco Ilustrado” que los indios eran parecidos a las bestias.
En la época de la República, se les ha esclavizado y pagado su pesado trabajo con látigo, alcohol, chicha y guarapo y se les ha dado muerte por demás cruel, amarrándolos con trapos empapados en petróleo al que luego se prende fuego, sólo para divertirse viéndolos sufrir.
Y en un informe del Instituto Colombiano de Antropología, sobre las características de los indios Cuibas, firmado en Bogotá el 21 de mayo de 1968, por su subdirector, Francisco Márquéz Yunez, estas palabras: “El término racional se aplica únicamente allá al colono mientras el indio es tenido como bestia, de mentalidad torpe, como una plaga digna de exterminio.”
Y concluyamos con la conocida tira cómica “El oso yogui”, en que el oso, indignado, resuelve devolver el televisor que compró porque está cansado de ver en él cómo los vaqueros siempre matan a los indios. (“La República”, 20 de agosto de 1974)
Y ahora pregunto: ¿Con estos antecedentes doctrinales e históricos, será raro que los sindicados hayan como explicación de su conducta: “Nosotros no sabíamos que matar indios fuera malo.”? Si el fundador del Derecho Internacional Público autorizó tratar a los indios como “pérfidos enemigos” y el “descubridor” de América traficó con ellos como esclavos inclusive con la prohibición de la reina Isabel, ¿será de extrañar que aún subsistan las guajibiadas y las tojibiadas? Más de quinientos años de historia explican esta costumbre.        

                                                 

martes, 7 de agosto de 2012

Capítulo 53. De derecho nada


Si en Colombia se cumplieran la Constitución Política de la Republica y las leyes, el proceso por el homicidio múltiple de los indios Cuibas no habría existido; si en Colombia fuera cierto que el debido proceso se aplica a toda clase de actuaciones judiciales y administrativas, tal proceso no hubiera existido sino en alguien con la imaginación de Kafka. Parece exagerado, pero quizás no lo sea, afirmar que tiene más violaciones de la ley procesal que diligencias. No olvidemos que en Colombia es aforismo: “Las Leyes y las mujeres se hicieron para violarlas”.
Si se trata de un proceso por varios homicidios, la más elemental lógica exige que se determine la existencia de los muertos y su número; y de los homicidas y su número. En este proceso ni lo uno ni lo otro está probado: La ley colombiana ordena que la existencia de las personas se prueba con sus registros civiles de nacimiento, y su muerte con sus registros de defunción. Ninguno de los indios muertos tiene ni lo uno ni lo otro. Los Cuibas, Los Guajibos, Los Salivas, Los Piarocas, son tribus nómadas cuyo hábitat es la región donde se une la Amazonía con la Orinoquia, la región de Caciquiare; por tanto, por razón del lugar de su nacimiento, pueden ser colombianos, venezolanos o brasileros; ellos nacen como las aves o como los insectos: en donde lo disponga el viento, la naturaleza.
Por ese motivo de ellos no hay registros civiles de nacimiento, ni de matrimonio ni de defunción, ni ante quien sentarlos.
Por tanto no votan, y si no votan no tienen importancia política, tampoco pagan impuestos, de manera que tampoco tienen importancia económica; y como no piden asistencia social, pasan desapercibidos.
Algo más: como aún se cree por muchas gentes, como lo hemos visto a lo largo del proceso, que los indios son irracionales, que no tienen alma, para esos tales, no aportan almas al paraíso, ni para el cielo, ni para el infierno. Quizás por eso sea que allá no hay obispos, ni curas, ni presbíteros, ni pastores, ni ministros, ni hermanos, ni rabinos, sólo chamanes. Luego, no tienen importancia religiosa. En una frase: Los Cuibas, Los Guajibos, Los Salivas, Los Tucanos etc., no tienen importancia para nadie. Increíble, triste, pero es la verdad.
Decíamos que ninguno de los indios muertos tenía registros civiles ni cédula de ciudadanía, luego no hay forma legal de probar su existencia.
Como si esto fuera poco, la de los homicidas, tampoco puede probarse, porque tampoco tienen tales documentos. De ellos dicen los declarantes, al parecer ganaderos y con importantes apellidos venezolanos: “La gente que trabaja en los fundos son llaneros con muy poca instrucción, pero a pesar de ello son sanos y honrados… ” “…. Los que hay ahora son casi indios, que se civilizaron….” de modo que siguen siendo honrados de costumbres rudas y feroces, los “centauros indomables” de que habla el himno nacional.
Por tal la razón de que no existen sus registros civiles ni sus cédula de ciudadanía en sus versiones, que unas veces las llaman declaraciones y en otras indagatorias, pero no son ni lo uno ni lo otro por que como declaraciones carecen de requisito legal de ser juradas; y como indagatorias del haberse tomado en presencia de un apoderado; además no llevan sus firmas porque son analfabetas y si bien están  firmadas a ruego, por un agente y el jefe de la agrupación rural venezolana, tampoco estos están identificados legalmente en Colombia, quienes presumiblemente estaban ilegalmente en nuestro territorio; y ¿Por qué firman esas diligencias funcionarios venezolanos? Sencillamente porque, en un momento dado, el juez de Colombia y el juez de Venezuela que investigaban los mismos hechos, no sabían si estaban en Colombia o en Venezuela y, salomónicamente, resolvieron hacer diligencias híbridas o hermafroditas. Las firmaban los dos y las escribían por duplicado. A nosotros nos correspondió la copia al carbón, en papel timbrado como de Venezuela ¿Una diligencia judicial practicada simultáneamente por dos jueces o inspectores de policía o lo que fueren, pertenecientemente a dos repúblicas diferentes y sin saber cuál era el que estaba en territorio de jurisdicción, tendrá valor en algún país? Legalmente ni en Colombia, ni en Venezuela ni en ninguna otra parte; pero en Colombia fue la base del proceso.
¡Y de las cartas rogatorias, ni para qué hablar! Son simples boletas escritas, dirigidas a los funcionarios que imaginaron competentes, sin intervención de los ministerios de Relaciones Exteriores, pero encabezadas con las palabras “Carta Rogatoria”.
Del caudal de versiones, solo las de los procesados, que ni son declaraciones ni indagatorias, coinciden en cuanto que, mataron indios Cuibas y la forma, más ni siquiera coinciden en el número no obstante su palmaria honradez. Según ellos los numeran pueden ser cinco, siete, ocho o más. Su honradez al respecto es palpable: uno de ellos, con mentalidad de cazador, dice: “A mí me corresponden dos y medio.”
De la inspección judicial practicada en similar forma, solo se obtuvo un talegado de una sustancia gris, en la que sólo identificó el Instituto de Medicina Legal la pezuña de un perro.
Muchas más “joyas” procesales podría enumerar, pero estas me parecen más que suficientes, para dejar establecida la carencia total de pruebas.
Para cerrar el capítulo basta recordar que en la providencia de llamamiento a juicio, proferido por el juez superior, obviamente sin fundamento probatorio alguno, él resuelve decir que los indios muertos fueron dieciséis, pero al nombrarlos solo le resultaron quince. Y que ni el defensor, ni el fiscal que era quienes podían hacerlo legalmente pidieron el cambio de radicación del proceso. Este se decretó “de oficio” por el Gobierno Nacional, que no forma parte de la Rama Judicial del Poder Público.